Lugares abandonados

De los lugares abandonados nos seducen las atmosferas, la luz del sol tamizada por vigas caídas, la luna que se asoma entre los costados de las estructuras o por ventanas cubiertas de yedras. Pasamos el umbral de los edificios, atentos al paisaje sonoro del viento que sopla entre las heridas abiertas en la carne de los edificios, al crujir de un suelo pisado con cuidado para que no caiga, a los olores fuertes del polvo, del óxido, de goma vieja y descompuesta, de la pintura que se deshace cuando la acaricia. En los lugares abandonados tenemos experiencias vivas de como el tiempo labra la obra humana en formas de extraña belleza, tiñéndose de aquellos sentimientos extraños de todo lo que comienza a divisar el fin, la muerte, la cancela abierta al mundo nuevo.

Pero, más allá del placer que el espíritu siente en su exploración, los lugares abandonados nos ayudan a entender los cambios que el tiempo genera en los procesos económicos y sociales, en los vaivenes de la política, que decretan el nacimiento y el abandono de un lugar, así como, a veces, su resurgir de ave fénix.

Pérlora, Portmán, el Leprosario de Trillo, las instituciones y la sociedad se olvidan de la existencia de los lugares abandonados o los perciben de forma negativa, como un elemento extraño y molesto del paisaje, pero son partes integrantes de nuestra memoria y de nuestro patrimonio, testigos de un pasado recién que intentamos rescatar del olvido por ser historia, signo material y visible de vivencias, tesoro de experiencia.