En Málaga volvimos a saborear el veneno de la ciudad, salimos de su infierno de luces cansados; los días siguientes fueron la búsqueda de oasis en un entorno destruido por un nuevo colonialismo que se desarrolla en las falsas sonrisas del turismo. Luego han llegado Granada y Almería, los cultivos, los mares de plásticos entre montañas desnudas y resecas que un tiempo fueron forestas y el viejo colonialismo, el de siempre: negros casi descalzos esperando la orden del padrino, para que el Mercadona se hinche vendiendo hortalizas relativamente baratas y nosotros tengamos tomate fresco en enero. Llegamos a Cabo de Gata poco después del caer del Sol. El Faro comenzaba a lanzar al Mar su muda señal de esperanza: ha sido como entrar en un mundo nuevo, como un salto al agua después de una larga carrera.
La ancha marea del silencio ha vuelto a cubrir el paisaje de una sustancia mórbida, espesa, como carne cálida temblando en la brisa. En la calma de la Noche hemos vuelto a sentir nuestros respiros como algo en nada diferentes al latido del Cielo; seguimos buscando con los ojos las formas de las constelaciones y dos nuevos dibujos se añaden a nuestra memoria, el dragón, que serpentea entre las dos osas y dirige su mirada al antiguo héroe de los navegantes, Hércules, que menea sus cuatro miembros por la bóveda celeste.
La noche apacigua, muere y somos presas del Sol, muerde la piel, agarra el alma, llena los pensamientos con su luz obsesiva, con su fuerza desmesurada: andar es una constante búsqueda de oasis de sombra, y la Mar un sosiego azul. Pero es la Tierra, la Tierra desnuda, la Tierra en su valor absoluto que cautiva nuestra mirada; sus formas y colores extraños se alternan con perfecta belleza. Días tras días los colores toman sentido, sus formas unas primeras explicaciones: en un tiempo que solo podemos soñar, el tiempo inmenso con que se miden las edades del mundo y se rompe la boca del humano, nació Cabo de Gata, una tierra hija de la Mar y del Fuego, un paisaje de belleza extrema.
La lava brotaba con fuerza desde el pecho de la Tierra, hundiéndose en la Mar; los volcanes estallaban en medio de un mundo que se estaba formando. La mar transformaba la lava en piedra, nueva tierra nacía y nuevas criaturas la colonizaban y morían luego, y sus cuerpos, depositados entre aguas y tierras, formaron otras rocas, dieron otros colores. El cielo con su cincel de agua y viento trazó sus dibujos sobre los montes. Luego llegaron los hombres, los lugares fueron hogares. Llegamos hoy, nosotros, sin saber nada y poco a poco descubriendo, leyendo en los pliegues de la tierra, en las arrugas de la gente, aquel poco de esta larga historia que se nos concede conocer. Pero aquí, del viajero no quedará huella, más que estas palabras que poco a poco se llenarán de olvido.
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