Lobo mostrando los dientes
(Fuente: flickr)

La perversión del lobo

Aún, en el amanecer de nuestra raza, el lobo era el rival, el astuto y fuerte, organizado depredador, hábil de día como de noche. Con ellos competíamos, rastreando presas parecidas: la misma carne criaba el cuerpo del humano y el cuerpo del lobo. Luego nos acercamos, nos conocimos, unos primeros cachorros de bestia tomaron alimento de nuestras manos. El pacto estaba sellado: los lobos aportarían a la cacería sus dotes bestiales, el ser humano armas, fuego y manos especialmente hábiles. Pocos animales pudieron escaparse, ninguno consiguió enfrentarse. La alianza del humano y del lobo decretó el nacimiento de un mundo nuevo: por vez primera se rompieron los vínculos que la naturaleza había impuesto a las especies, se creó una sociedad mitad humana, mitad bestial.

No sé cuanto tiempo duraron aquellas noches de sangre y caza, no sé durante cuanto tiempo el hombre gritó junto al lobo que aullaba. Pero el equilibrio se rompió, el humano revelaría toda su astucia y su extrema voluntad de sumisión, la misma que lo llevaría a la guerra, a las bombas, a los laboratorios, a este delirio de omnipotencia que nos está matando. Inventamos la correa, el comando, la punición, en definitiva una educación mirada a labrar la conciencia y el intelecto del animal para que obedezca, para que la sumisión sea parte fundamental de su ser. Así el lobo fue pervertido en el animal esclavo por excelencia: el perro.

Mientras tanto, después de llamarlos enemigos, matábamos sistemáticamente aquellos que no se habían doblegado: el lobo fue quizás la primera limpieza étnica que los humanos intentamos llevar a cabo. La voluntad de omnipotencia es un hecho probado por la historia; no concebimos libertad más que la nuestra, no soportamos que algo se rebele a nuestra voluntad; nuestra sociedad tiene una psique parecida a la de los niños, solo que en las manos tenemos armas nucleares.

Una vez criado el perro fuimos capaces de entender y direccionar sus cualidades, y con el tiempo a la caza se sumaron unas y otras tareas. El perro se convertía en guardián, pastor y compañía: se convertía en un trabajador sumiso, económico y cada vez más especializado. Después del ensayo sobre el animal, los seres humanos aplicamos patrones parecidos a nuestros propios símiles. Fuertes, por esta nueva forma de organización basada en la sumisión, recorríamos rápidos y decididos el camino de la tecnología, que en pocos milenios nos llevaría de las cuevas a los satélites starlink, al ibuprofeno, a la búsqueda de ayuda en los gabinetes de psicología, en las iglesias, en los manuales, en la filosofía.

Acostumbrados ahora a la comida envuelta en plástico, a una sexualidad un tanto retorcida y a un movimiento continuamente castrado, nos hemos olvidado de cuando para comer necesitábamos mojarnos de sangre la boca y manos; cuando moverse era la plenitud de un cuerpo que no conocía paredes y todo era un martillar del corazón y pulmones llenos de cielo; cuando el sexo era un irresistible y feliz empujar de la sangre al cuerpo sin que preceptos morales, inventados por hombres débiles y asustados por la fuerza de la carne, cohibiesen el acto más puro, más alto de toda criatura: gozar en crear vida. Nos hemos olvidado de cuando caminábamos junto al lobo, nos hemos olvidado del equilibrio: los seres humanos nos hemos domesticado a nosotros mismos, por eso nuestro mejor amigo, quien más nos entiende, es nuestro antiguo esclavo, el perro.

Cada vez más débiles, cada vez más perdidos, cada vez más incapaces de crear relaciones equilibradas, buscamos la compañía del perro y lo llevamos a un juego que biológicamente no puede jugar. Lo vestimos, lo acariciamos, le damos el mismo cariño que damos a nuestros hijos y a nuestras parejas, le damos los mismos apodos que utilizamos para nuestros seres queridos. Luego, como hacemos con estos, les decimos “te amo”, pero le imponemos reglas, fidelidades innecesarias, obligaciones que nada tienen que ver con el alma. No dudamos en acostumbrarlo a la correa, en darle tirones al cuello cuando no toma la dirección que queremos; en callarle cuando ladra en un momento juzgado inoportuno por el amo; el pobre ni siquiera es libre de cagar y mear donde y cuando quiere, ni es libre de comer. No contentos, proyectamos en él nuestras paranoias, nuestras exigencias emocionales, nuestros miedos, nuestra necesidad de un amor incondicionado: tan débiles somos que necesitamos un ser sumiso a nuestra exigencia de cariño, alguien que nunca nos rechace, alguien que esté perdido sin nosotros, que esté disponible como un producto en un escaparate para cuándo y cómo lo necesitamos. Entonces acudimos a él, con voces de dibujo animado, y nos alegramos como niños al ver cómo el esclavo colea contento a pesar de todo.

La consecuencia es una bestia cohibida, obligada a un juego que no puede entender, a la que se intenta privar de cualquiera voluntad y de cualquier rastro de lo que fue su naturaleza de libre depredador. El perro, constreñido, obligado, humillado en su naturaleza animal, está condenado a soportar coleando el mismo conflicto de sus amos: el instinto natural, puro, eficiente y perfecto, contra la reprogramación del cerebro operada por la educación. Con nosotros hicimos lo mismo. Somos el animal que se ha metido un traje de corbata, encerrando su instinto de caza en las dinámicas de empresa, el animal cachorro que se sienta en las filas del colegio con la sirena para decirle cuando es su hora de aire, el animal domesticado que corre en el San Fermín diario del metro de las grandes ciudades, la especie superior que juega con el ADN, construye modelos del universo convencido que llegará a dominarlo y que, como el perro, ya no es capaz de hacer nada solo, más allá de humillarse o hacerse un selfie.

Lobo salvaje comiendo una presa, los hojos parecen mirar al hombre que hace la fotografía
Ayer (Foto: Tambako the Jaguar)
El lobo domesticado y pervertido por el ser humano se ha convertido en un perro con su pelota
Hoy (Fuente: flickr)

Mira bien, hicimos con ellos lo que hicimos a nosotros mismos, a nuestros cuerpos, a nuestros espíritus: dentro de poco ya no saremos ni humanos.

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