Llego al anfiteatro romano de Cartagena al caer de la noche, gotea todavía. El asfalto mojado vuelve el ruido de los coches más intenso, más agresivo. No me trajo aquí el lugar, poco se ve de lo que fue, sino el hecho puro, que va más allá de los juegos de gladiadores: la lucha a muerte entre dos hombres y la persistencia de la sangre.
El comienzo de los juegos de gladiadores fue nada más que honrar a los muertos, nada más que eso. Durante los funerales se degollaban animales, a veces seres humanos, y se hacían competiciones deportivas que incluían la lucha. Quienes aman a Homero recordarán el espléndido funeral que Aquiles ofreció a Patroclo, compitieron en la lucha el astuto Odiseo y el gran Ayante Telamonio, doce nobles troyanos fueron degollados sobre la pira donde ardía el cuerpo del joven compañero del héroe; después se apagó al fuego con el vino. Honor, fuego, sangre y vino, al comienzo fue nada más que eso.
“¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya voy a
Homero, Iliada canto XXIII
cumplirte cuanto te prometiera: he traído arrastrando el
cadáver de Héctor, que entregaré a los perros para que lo
despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira a doce hijos de
troyanos ilustres, por la cólera que me causó tu muerte.”
No tenemos que extrañarnos, era una sociedad donde la violencia, ennoblecida en la forma del valor guerrero y del arte del combate, era necesaria para la política y para la economía; cuanto a la sangre se le consideraba un bien más preciado que el oro porque en la sangre fluye la vida, por esto a los dioses y a los notables había que ofrecer sangre, más noble el animal que daba su vida más noble la ofrenda, obvio que la víctima perfecta era una persona.
Los romanos tuvieron tradiciones parecidas, solo que la lucha durante los ritos fúnebres era real y no un hecho deportivo: los adversarios se daban muerte. A medida que Roma desbordaba sus propios límites y se encaminaba a ser un imperio, los juegos se fueron profesionalizando, hasta que se crearon escuelas, y sobre todo lugares aptos para derramar sangre humana bajo la mirada atenta de un público cada vez más refinado a la hora de juzgar la forma de matar a un hombre: habían nacido los anfiteatros, como el de Cartagena, y los juegos de gladiadores como lo conocemos. Los llamaban juegos porque de juegos se trataba, de recreo donde la muerte y el dolor se convertían en espectáculo, podría parecerte algo bárbaro pero el proceso mental no es tan diferente a los telediarios o a las “ONG benéficas” que ganan millones, en el segundo caso exentos de tasas, espectacularizando el hambre de un niño africano o vidas destrozadas por la guerra.
Ahora, resulta imposible calcular a cuantos hombres y animales se les abrió la carne en el anfiteatro de Cartagena, pero tienen que haber sido muchos y dura la persistencia de la sangre, porque sobre el anillo de fuego del anfiteatro se levantó el anillo de fuego de la plaza de toros de Cartagena, y se siguió recreando al pueblo vertiendo sangre animal y a veces humana, o sea, los siglos no han sido fuertes bastante para borrar del lugar la memoria. Me seduce pensar que la corrida ha sido el rebrotar de antiguas costumbres, cuando la sangre de este animal humedecía los altares paganos. Pienso también en el culto de Mitra, a todas aquellas imágenes que nos han llegado desde la antigüedad romana del dios que sacrifica un toro, a la fascinación que la sangre ejerce sobre los seres humanos.
El anfiteatro de Cartagena, convertido en plaza de toros, hospedó también encuentros de boxeo, deporte que siempre me atrajo y que nunca tuve el valor de practicar, en mi país lo llaman el noble arte. Sé que nadie muere en un encuentro de boxeo pero siempre de violencia se trata y me gusta y me excita, como la violencia excitaba y gustaba a un romano de hace 2000 años, como la violencia excita y gusta a un aficionado de los toros, como la violencia te excita a ti cuando ves una película de acción o te alegra cuando los buenos masacran al enemigo. Estamos en la misma: el sacrificio o dolor de un ser para el goce, la ventaja o la redención de los otros, es lo que nos enseña la naturaleza, la sangre de la presa amamanta la vida del depredador, el fuerte mata al débil. Nada más que eso.
Los juegos de gladiadores llegaron a su cumbre y luego empezaron su lento declive, la sociedad romana estaba cambiando, nuevas creencias tomaban posesión de las conciencias, los Misterios de Isis, el culto de Mitra y el Cristianismo. Al final se impusieron los fieles de Cristo, más adelante los juegos serían prohibidos por el emperador Constantino, el mismo que legalizó el culto cristiano, pero es dura la persistencia de la sangre. Se paró de matar a hombres comunes en el anfiteatro o toros sobre el altar de Mitra en favor de una víctima más noble: el hijo de dios, el cordero de dios, Jesús el redentor. Todavía hoy, durante la eucaristía, millones de cristianos siguen bebiendo la sangre y comiendo la carne del dios, todavía hoy fieles de Jesús se salvan porque el sacrificio se ha cumplido: la sangre ha sido derramada. Dura es la persistencia de la sangre, nada ha cambiado, estamos siempre en la misma: el sacrificio de un ser para el goce, la ventaja o la redención de los otros, es lo que nos enseña la historia, la sangre de la presa amamanta la vida del depredador, el fuerte mata al débil, el hombre mata a dios. Nada más que eso.
Entonces Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
Biblia, Juan 6:53-57
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