Playa de los Alemanes (Tarifa) vista desde Cabo de Gracia
Playa de los Alemanes desde Cabo de Gracia, Tarifa (Viaje a Edén)

Playa de los Alemanes (Tarifa) cuando nadar es como un vuelo

Perfectamente recta, como una elegante pincelada de arena, la Playa de los Alemanes queda profundamente encajonada entre los últimos estribos de la Sierra de la Plata, entre Cabo de Gracia y Cabo de Plata, justo ahí donde la roca se cae al mar y la tierra parece zambullirse en un revoloteo de olas y espuma. No importa por donde accedas a la playa, tendrás que bajar, aunque no mucho, tendrás que dejar al monte para abrazar la mar. Hacia sur, la montaña acaba en una larga cresta de roca, dominada por la elegante silueta del Faro de Camarinal; hacia Norte, la sierra de la Plata baja con más dulzura, salpicando la arena con grandes rocas, donde se asienta un bunker del tiempo de la dictadura, de cuando se temía la llega del enemigo por las sendas líquidas del Estrecho de Gibraltar, al otro lado del bunker y de las rocas se extiende el gran arenal de Playa de Zahara de los Atunes.

La arena de la Playa del los Alemanes es fina, blanca como nubes, compacta bajo lo pies, densa, limpia. No desciende con dulzura hacia el agua, llega casi con un salto: se interrumpe de repente en un largo escalón. Fueron las olas a darle esta forma, rompiendo y rompiendo con fuerza contra la playa. Cuando te adentras en sus aguas, los pies pronto no tocan el fondo, es como si la mar quisiese abrazarte y separarte de la dura tierra firme. Pero no hay peligros, las corrientes tiran hacia fuera, a menudo vienen de izquierda. La profundidad es quizás lo que más caracteriza la Playa de los Alemanes. Son bastantes pocas brazadas, pocas brazadas y cuando abre los ojos bajo el agua, ya no divisas el fondo blanco de la arena al que el nadador tímido, que nunca se aleja, está acostumbrado, sino solo el azul del mar, un azul sin termino, puro, profundo, como una larga, lenta caída hacia los abismos del mar. Protegido de las corrientes por el recodo que la montaña ciñe alrededor del agua, libre de miedos, puedes sentir con tu propia carne aquella hermosa sensación que solo lo más atrevidos experimentan, cuando se alejan de la costa para entregarse a un mar, bastante profundo como para no tener fondo. Flotas, tranquilo, protegido, olvidando los límites que la gravedad impone al movimiento, deslizando la piel por el agua, aquí, nosotros, los nadadores modestos, la gente de tierra que teme la mar, pueden por fin entenderla y perderse en ella. Por fin el cuerpo se ha liberado de su propio peso: nadar en playa de los Alemanes es como un vuelo. Cuando ya el cuerpo no puede más, volvemos hacia tierra. Hay que tener cuidado cuando sales del mar, porque las olas aquí rompen justo en la orilla: tienes que esperar el momento oportuno, cuando la serie termina, y vuelve la calma.

El día lento gira y llega al principio de la noche, se enciende el Faro, y una tras otras las estrellas dibujan sus extrañas geometría en el cielo nocturno, esta noche la Luna saldrá demasiado tarde para hacernos compañía. El viento del estrecho lleva a la playa recuerdos de una África, tan cercana, como para ser nuestras. Los sonidos crecen en la amplitud de la oscuridad y nos envuelven; es el canto del viento, es el sonido invisible de la arena que se desliza sobre la playa, es el lento arquearse de las olas hasta caerse con fuerza sobre la playa. Ya nadie se ve alrededor, en el centro de una hora solitaria y perfecta, la belleza del mundo llueve sobre el alma.

Conocimos la Playas de los Alemanes caminando hacia sur en una tarde de mayo de hace muchos años. Poco ha cambiado desde entonces, más allá de la vulgar necesidad de algunos que ha ensuciado con el enésimo chalet un paisaje de extrema belleza, un paisaje que almas menos barbaras hubiesen protegido con ternura. Por mala suerte el ayuntamiento de Tarifa estuvo de acuerdo, por suerte la obra de esta gente, de poco intelecto y gran codicia, no pudo borrar la belleza de este lugar. Dedicamos este breve escrito a todos los que aman al mundo y que no sienten la necesidad de poseerlo, pero, sobre todo, a aquellos paseantes que se paran mirando los chalets y sienten envidia por no ser los propietarios. Buen viaje a quienes aman y cuidan de la belleza.

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